El otro día tratamos en clase la manera en que influyen los pofesores y cómo funciona una clase, en tanto que sociedad. Para ilustrarlo, acudimos a la famosa película alemana La ola y al documental La clase dividida. En ambos se presentaba una situación límite de control social y se observa cómo un grupo normal de chavales se radicaliza y abraza ideas que, de manera racional e individual, habría rechazado. Este proceso se puede considerar una sublimación de aquello que denominamos presión de grupo, un tema que también hemos tratado en Sociedad, familia y educación.
Me llamó la atención que en esta asignatura se nos expuso un experimento en el que se hacía patente la fuerza con la que se impone la presión social y cómo esta afecta a los individuos de manera mucho más acendrada dependiendo de la gravedad de la situación y de la manera en que uno se vea comprometido por hallarse en desacuerdo con la masa.
Sin embargo, después de atender al experimento, me di cuenta de que nada de esto es algo nuevo que no conociésemos. Se me vino a la cabeza aquel viejo cuento medieval que Andersen recogió con el nombre de El traje nuevo del emerador (también conocido como El rey desnudo), un apólogo contra la falacia democrática del que se desprende una sencilla moraleja: "No tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad". Andersen recogió este cuento de una traducción alemana de El conde Lucanor, del infante Don Juan Manuel, el cual a su vez lo recoge de fuentes orientales que se remontan a la noche de los tiempos. Cervantes escribió un entremés sobre este mismo tema titulado El retablo de las maravillas, donde se presenta a una compañía de cómicos que llega a un pequeño pueblo con la idea de representar una insólita función. La particularidad de la historia que van a representar consiste en que solo pueden verla aquellos sin ascendencia judía ni musulmana, o sea, lo que en la época se denominó cristiano viejo. En el Siglo de Oro (o Siglos de Oro: XVI y XVII), el hecho de no tener sangre pura era motivo de censura, exclusión y persecución. Por supuesto, los pícaros no representan ninguna obra, pero todo el auditorio insiste en afirmar que está viendo la misma función ya que nadie estaba dispuesto a afirmar que en realidad no veía nada, pese a que todos estuviesen en la misma tesitura. La ficción concluye con la entrada un militar deseoso de alojar a sus tropas en el pueblo; al no conocer el supuesto poder del retablo no le importa decir que no
ve nada. Ante esto, los timados comienzan a mofarse de él y, afrentado,
se enfada, con un desenlace a palos.
Como vemos, en arte ya se ha hablado de todo mucho antes.
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