Antes del desarrollo de la democracia ateniense en el siglo V a. C., la educación en la Antigua Grecia se caracterizaba por su talante aristocrático y por la persecución de un ideal heroico conocido como areté. De este modo, a los niños se les instruía en las artes de la guerra, la música, la danza, la gimnasia y el manejo de las armas. Junto con esto, se incidía de manera muy especial en el estudio de la poesía épica como forma de aprendizaje de la virtud y la tradición helénica precedente, repleta de leyendas heroicas donde se proporciona a los jóvenes una serie de modelos dignos de imitación por su valentía, esfuerzo y capacidad de sacrificio.
Además de los valores mencionados, los griegos
observaban en las obras de los grandes poetas, especialmente en Homero, un
corpus muy abarcador de distintos saberes transmitidos mediante la recitación
en voz alta que le es propia a una cultura oral. En la Ilíada, la Odisea y la Teogonía se condensaban unos conocimientos
esenciales para la comprensión del mundo físico, moral y social en el que se
mueve el hombre.
Así pues, con el paso a una educación basada no
tanto en la formación del guerrero como en la preparación de los jóvenes para
la vida cívica las destrezas bélicas quedaron en un segundo lugar respecto a
los estudios en gramática, retórica, matemáticas y filosofía (aunque se siguió manteniendo una disciplina
gimnástica y musical, relacionada con la formación de futuros soldados[1]).
Pese a ello, el uso de los textos de los poetas como un fundamento de la
educación pervivió por su pertinencia a la hora de adiestrar a los ciudadanos en
modelos éticos y discursivos; de este modo, la poesía se percibía como un
“inagotable depósito de conocimientos útiles, de enciclopedia de la ética, de
la política, de la historia y de la tecnología, puesta a disposición del
ciudadano para que este la incorporase al núcleo de su utillaje educativo”.[2]
Con la aparición de la sofística, consecuencia
directa del desarrollo de la democracia, se hizo patente que la habilidad más
relevante que debía adquirir el ciudadano en relación a su participación en la
vida pública era el dominio de la retórica, es decir, el arte de la persuasión
mediante la palabra. Los sofistas no creían en la verdad universal, adoptaron
posturas escépticas, relativistas e incluso nihilistas, como en el caso de
Gorgias; a causa de ello, los sofistas abandonan el criterio de universalidad y
abrazan la doxa. Ahora la cuestión
esencial es la defensa de una opinión que debe imponerse a los demás
convenciéndolos. La educación, por lo tanto, debía proporcionar al ciudadano
las herramientas necesarias para elaborar y pronunciar un discurso capaz de
influir en la vida pública. Con este fin, los sofistas se convirtieron en los
maestros privados de los dirigentes políticos (o, más bien, de los futuros
políticos, pues dicha educación comenzaba en la infancia). Ellos eran
conscientes de que no existían mejores enseñanzas aplicables a la composición
del discurso que aquellas contenidas en la poesía.
Como se puede deducir, en la Grecia clásica, como
ocurrió en la época arcaica, la utilidad de la poesía no residía íntegramente
en lo estético, sino también en su capacidad educativa y, por extensión,
política.[3] No
en vano, en el Libro X de La República
se afirma que: “Homero […] ha educado a la Hélade” (606e). Muy bien lo sabía
Platón, de ahí que su denodado esfuerzo por lograr el desprestigio de la poesía
sea una de las grandes obsesiones de su obra, en especial en lo que respecta a
educación y política.
El proyecto estatal de Platón se fundamenta en la
conformación de una paideia opuesta a
la instaurada por la tradición griega,[4] la
cual se sustenta sobre el estudio de los textos poéticos. Esto es así hasta tal
punto que su obra La República “deja un regusto a teoría de la enseñanza, no de
la política”.[5] La importancia de la
educación era algo totalmente asumido entre los atenienses, así lo vemos en Protágoras:
Todos
trabajan únicamente para hacer a los hijos virtuosos, enseñándoles, con motivo
de cada acción, de cada palabra, que tal cosa es justa, que tal otra injusta,
que esto es bello, aquello vergonzoso, que lo uno es santo, que lo otro es
impío, que es preciso hacer esto y evitar aquello. […] Cuando se los envía a la
escuela, se recomienda a los maestros que no pongan tanto esmero en enseñarles
a leer bien y tocar instrumentos, como el enseñarles las buenas costumbres. Así
es que los maestros en este punto tienen el mayor cuidado. Cuando saben leer, y
pueden entender lo que leen, en lugar de preceptos a viva voz, los obligan a
leer en los bancos a los mejores poetas, y a aprenderlos de memoria. Allí
encuentran preceptos excelentes y relaciones en que están consignados elogios
de los hombres más grandes de la antigüedad, para que estos niños, inflamados
con una noble emulación, los imiten y procuren parecérseles. (325c-e, 326a)
El importantísimo papel que desempeña la poesía en
la formación de los jóvenes y la increíble influencia que posee sobre ellos
resulta alarmante para el nuevo modelo educativo por el que abogan los
filósofos, en el que la razón es el fundamento que debe regir la vida privada y
la pública.
El ataque de Platón a la poesía, por consiguiente,
debe entenderse “en el contexto de una polémica protagonizada por filósofos y
poetas, en plena disputa por ocupar el puesto de educadores de la polis.”[6] La
cuestión sobre cómo debe utilizarse la poesía en la educación es un buen
ejemplo de una lucha educativa; cada sistema quiere emplearla para su propio
beneficio: la aristocracia se sirve de ella para mostrar modelos heroicos que
soflamen el espíritu bélico, los sofistas hacen uso de su riqueza verbal para
adiestrar a sus alumnos en la gramática y la retórica, incluso la ciudad ideal
de La República sigue necesitando a
la poesía, solo que alterada para servir a sus propósitos de enaltecimiento de
la patria y celebración de las glorias locales. Platón no expulsa de la
República a todos los poetas, solo a aquellos susceptibles de mentir y deformar
la paideía.
La pregunta en realidad es ¿cómo debería ser la
educación? La respuesta depende de cuál es el ideal de persona que queremos
formar y cuál es la sociedad que aspiramos a construir. Aquí hemos presentado
tres arquetipos: el guerrero, el político y el filósofo. Cada sistema educativo
tiene como objeto convertir a los educandos en su respectivo modelo de ser
humano. La formación del filósofo se opone a la del sofista porque el primero
se consagra a la búsqueda de lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero mediante la episteme (conocimiento); en cambio, el
sofista se limita al ámbito de la doxa
(opinión) pues considera que la Verdad, como concepto universal, es algo
inexistente.
No obstante, ambos modelos siguen requiriendo una
educación para el guerrero, precisamente porque es él quien mantiene a salvo la
polis. Tanto es así que en la
configuración de su Estado ideal la sociedad se divide en tres grupos: los
filósofos, quienes se ocupan de dirigir la vida pública; los guerreros,
formados para defender la polis; y los trabajadores, que sustenten
materialmente a la sociedad.
Con todo lo que hemos referido, podemos abstraer
este proceso histórico a una sistematización donde principalmente observamos
dos vías para la educación: aquella cuyo fin
es la formación de guerreros y otra, más propia de sociedades con un alto grado
de desarrollo, destinada a la preparación intelectual de los jóvenes (ya sea
desde una perspectiva sofística o filosófica). Desgraciadamente, el campesinado
se queda fuera de la educación en el mundo antiguo y, para nuestra vergüenza,
en casi cualquier forma de organización social que hayamos conocido.
En nuestros días existen básicamente dos posturas
enfrentadas a la hora de entender la educación: una de ellas aboga por la defensa de los procesos; en cambio, la
otra postura considera que lo
importante en realidad son los fines, es decir, aquello que se logra con la
educación. De este modo, distinguimos entre una educación basada en el
conocimiento y otra, de carácter utilitarista, destinada a la formación de los
trabajadores y emprendedores requeridos por el mercado. En el ámbito
universitario este debate culminó con la implantación de una educación enfocada
a la empleabilidad.
Si adoptamos una perspectiva mucho más amplia
que la de nuestro presente inmediato, podemos establecer una fina analogía
entre aquel sistema en el que se formaban sabios y guerreros y esta división
que hoy marcamos entre una educación para el conocimiento y una formación para
el trabajo. Quizá lo mejor para nosotros no sea escoger la una sobre la otra,
sino servirnos de ambas con el propósito de construir un mundo equilibrado;
después de todo, el mundo necesita sabios y guerreros. Actualmente, los sabios,
aunque no lo llamen arkhé, siguen
tratando de explicarse el universo y descubrir su origen; por su parte, los
guerreros de nuestro tiempo libran sus guerras en un campo de batalla distinto,
el del mercado.
[1] Brioso, Máximo, “La educación en
el mundo helenístico”, en Antiquae
Lectiones: el legado clásico desde la
Antigüedad hasta la Revolución Francesa, Juan Signes Codoñer et alii (eds.) Madrid, Cátedra, 2005, p.
68.
[2] Havelock, Prefacio a Platón, Madrid, Visor, 1994, p. 41.
[3] Viñas Piquer, David, Historia de la crítica literaria,
Barcelona, Ariel, 2015, p. 38.
[4] Ibidem, p. 43.
[5] Havelock, op. cit., p. 22.
[6] Domínguez Caparrós, Orígenes del discurso crítico, Madrid,
Gredos, 1993 p. 61.
Brutal entrada, Alberto... Escríbeme el panegírico cuando no pase del jueves de la cena, por favor.
ResponderEliminar