La deuda con los maestros. Un homenaje

Debo confesar que he tenido algunos profesores lamentables en la carrera, como todos, creo. Aun así, tengo escaso interés en recordar lo malo, algo recomendable para la vida en general, y, precisamente por eso, hoy tengo la intención de recordara a algunos de los mejores y más inspiradores profesores que he tenido a lo largo de mi vida como estudiante.

En el Instituto tuve mucha suerte con el departamento de Historia. Siempre recordaré a Donato y a Mariano como grandes conocedores de su campo y, sobre todo, como profesores de los que dejan huella. No podían ser personas más distintas: Donato era un hombre mayor, experimentado, cercano y muy amable (y con unas poderosas espaldas, dicho sea de paso), aprendimos mucho con él y era imposible no quererlo (se podría decir que creamos una extraña mitología en torno a él, aunque eso son bobadas que hacíamos los alumnos); en cambio, Mariano, algo más joven, pero tampoco un veinteañero, hacía gala en la clase de una actitud bromista, vacilona e incluso irreverente; parecía manifestar una actitud descreída hacia la enseñanza y una escasa fe en la educación, pero a pocos pudo engañar, pues sus clases, profundas y reveladoras, decían lo contrario de lo que él manifestaba entre burlas. Además de ellos, debo destacar a Felipe Mateu, uno de los escasos profesores de inglés con los que he aprendido realmente. Estamos ante una leyenda del Parquesol, conocido por su singular labia y atractivo; una persona muy cercana, culta y comprometida con sus alumnos, capaz, dicho sea de paso, de mantener un orden absoluto en clase sin casi proponérselo (es algo que se dice rápido).

En la Universidad me di el gusto de fijar el triunvirato de los grandes profesores de la carrera. Comenzaré recordando a Germán Vega, catedrático de teatro barroco, quien seguramente sea el más capaz de todos en el uso de los recursos tecnológicos a la hora de impartir las clases. Pero mucho más importante que eso era su talento como orador, con el que siempre es capaz de capturar la atención de su auditorio y de ganar el favor de todos sus oyentes. Esto es algo que logró todos los días en clase y, sobre todo, en la graduación de Filología del año pasado (aunque creo que lo consigue en cada promoción), en la que pronunció un emocionante y sabio discurso que impresionó a todos los que acudimos al acto: graduados en filología hispánica, clásica, inglesa, francesa, alemana y a nuestras familias. Además de esto, debo añadir que Germán es la viva imagen de la cortesía, el buen trato y la elegancia.

En el último cuatrimestre de cuarto, cuando parecía que ya estaba todo el pescado vendido, tuvimos a Carmen Morán como profesora de Grandes obras de la literatura contemporánea. Me impresionó profundamente ver a alguien con tantas lecturas y conocedora de tantos ámbitos siendo todavía tan joven (desde los clásicos griegos hasta la vanguardia más puntera, sin dejar de lado nuevas formas de expresión como los cómics o los videojuegos). La verdad es que todos queríamos salir de cañas con ella, aunque nos daba corte decírselo. En sus clases por fin sentía que estábamos al nivel que teníamos que estar, eso sí que era literatura a nivel universitario. Aparte del estilazo que tenía, me sentía nuy identificado con su manera de explicar la materia a través de una visión tremendamente abarcadora (yo hubiese querido estudiar literatura universal y comparada, pero no fue posible), no como era habitual en la carrera, donde casi se limitaban a la literatura española, como si esta se pudiese entender sin el diálogo con otras tradiciones. Esa es una forma auténtica (y muy seria) de vivir la cultura. Un referente.

Por último, debo mencionar a Pedro Conde Parrado, latinista y estudioso de la tradición clásica. De entre todos nuestros profesores en la Universidad, es él quien mayor huella ha dejado en mucho de nosotros y no solo porque tuvimos tres asignaturas con él (una entera y dos a medias), sino por las veladas que organizaba en el departamento para hablar de poesía contemporánea, de mitología, de cine, de arte y Siglo de Oro. Quedábamos una vez a la semana y lo bueno es que estas reuniones se alejaban mucho del formato de la clase magistral. Cada uno hacíamos nuestras pequeñas aportaciones en cada charla (pequeñas en comparación a las suyas ¡vaya cultura!). Tanto en clase como fuera de ella sus explicaciones solían abrirnos unas perspectivas fascinantes con las que antes no habíamos entrado en contacto. Me acuerdo de todo lo que nos contaba de Horacio, de Ovidio, de Góngora, de Borges, de la manera en que los antiguos concibieron tantas cosas y de la omnipresente influencia de su legado en toda la cultura occidental. Además de esto, uno no se puede olvidar de la cercanía y la sencillez de un profesor que hasta nos invitó a comer en su pueblo este verano. Sin duda, uno de sus puntos fuertes era su habilidad para la retórica (un ars, como él nos enseñó, esto es, un conjunto de saberes prácticos que toda persona puede aprender), con la que nos dejaba a todos embelesados y con la que nos podía llevar a donde quisiese; nunca olvidaré esa lección sobre Catulo en la que toda la clase estaba descojonándose y en la que, pese a ello, comentamos con total rigor filológico los mejores poemas de este extraño romano.

Visto lo visto, al pensar en profesores así, esta me parece la mejor profesión del mundo.

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